viernes, 22 de agosto de 2008

Viernes 22 de Agosto 2008
Publicación de PAGINA 12 - REVISTA SOY
Por Mariana Enriquez


DANCING QUEER


EL BAILE NUNCA SE ACABBA

¿Cómo fue que ABBA, un grupo formado por dos matrimonios y creador de canciones edulcoradas aptas para casamientos tradicionales, se transformó en el icono gay más masivo de todos los tiempos? Errores de traducción, apropiación irreverente o resistencia contracultural; el hecho es que sus discos se venden más que cuando estaban unidos y Mamma Mia!, la película que se estrenó ayer, es un éxito en el mundo que inunda de emoción kitsch al corazón más duro.


Por Mariana Enriquez

Las desventuras de la Historia quisieron que, en Argentina, los años activos del grupo que más alegría y color desató en la música pop coincidieran casi exactamente con los años de la dictadura. El logo oficial de ABBA —con la primera B dada vuelta— se usó por primera vez para el simple “Dancing Queen”, que se editó originalmente en agosto de 1976. Y el grupo dejó de grabar y de tocar en vivo en 1982. Mientras en gran parte del mundo el grupo sueco integrado por Benny Andersson, Björn Ulvaeus, Anni Frid Lyngstad y Agnetha Fältskog se convertía en la música obligatoria de las celebraciones, aquí terminó siendo banda de sonido de los años de plomo. Incluso en quienes recuerdan con ternura “Chiquitita” o la encantadora tontería de “Mamma mia”, la memoria de esa música está empapada de un sentimiento agridulce, de emociones encontradas. Por eso, quizás, el musical Mamma mia nunca haya llegado a la calle Corrientes en su forma teatral. Y eso que se trata de la producción más exitosa de todos los tiempos: hasta hoy, se versionó en doce idiomas (inglés, mandarín, alemán, noruego, japonés, catalán, español, sueco, ruso, francés, holandés, coreano) y se mantiene en cartel en lugares tan diferentes como China, México, Israel, Eslovaquia, Qatar y Letonia.

La historia del musical teatral no tiene nada que ver con ABBA: una chica que vive con su madre en una isla griega —ambas regentean un hotel— se está por casar, y quiere que su padre esté en la fiesta. Sucede que, hace veinte años, su madre tuvo un verano movido, y hay tres hombres que podrían reclamar la paternidad. La chica, por las dudas, los invita a los tres. Y ahí se desatan los enredos; de vez en cuando, los protagonistas abren la boca y estallan en una canción de ABBA cuya letra es apropiada para el momento, o cuya música resume una emoción (en general, despreocupada dicha). Es decir: el musical no se trata de ABBA, ni de la historia de la banda, ni de la música disco, ni de los setenta ni nada. Es lo que se llama un musical karaoke o jukebox. Acaba de estrenarse la versión para cine con Meryl Streep y Pierce Brosnan, una verdadera película feelgood, diseñada para la diversión y para poner el cerebro en remojo. Meryl Streep, de paso, ofrece una actuación demoledora: no hay actriz en la historia del cine que haya sabido manejar su mediana edad en la pantalla mejor que ella. Y le hace bien trabajar con mujeres: a Mamma mia! la dirige Phyllida Lloyd (que también dirigió la pieza original) con guión de la autora, Catherine Johnson.

La película es, claro, un éxito. Como todo lo que toca ABBA. Desde que se estrenó en 1999, al musical lo vieron treinta millones de personas, y recaudó mil millones de dólares. Björn, Benny y Agnetha contribuyeron en la producción, así que sus fortunas ya pueden considerarse incalculables. Y muchos diarios titularon, en las últimas semanas: “Se estrena Mamma mia!, la película: los gays, de parabienes”. ¿Cómo sucedió esa asociación, por qué resulta tan clara, tan obvia?

ABBA ES GAY
A primera vista, no hay muchas cosas que relacionen a ABBA con el universo gay. Era un grupo formado por dos matrimonios, orientado a toda la familia, con temas sumamente straight en las canciones: muchas se trataban de los propios líos de las parejas creativas; otras eran sencillamente vehículos de promoción para pegarla comercialmente en el resto del mundo: “Mamma mia” un guiño a Italia, “Chiquitita” y “Fernando” al mundo hispano, “Voulez Vous” a Francia, “I Had A Dream” a Grecia, con una musiquita que recordaba sin rubores a Zorba.

Pero lo que ocurrió fue un extraordinario fenómeno de apropiación. ABBA era el lado seguro de la música disco, lo que escuchaba la familia. Pero también se bailaba en las discotecas, donde se gestaba gran parte de la liberación gay. Y allí esa música festiva, evocativa, casi celestial, venía acompañada de letras que, gracias al inglés penoso de Benny y Björn, se interpretaban de otra manera. Veamos algunos megaultra hits como ejemplos: “Does Your Mother Know?” es, aparentemente, una canción sobre una chica muy joven que estaría en una disco donde bailan personas mayores que ella, y el señor que le canta se ve obligado a decirle: “Puedo bailar con vos, dulce/ Charlar y flirtear un poco/ Puedo ver lo que buscás, pero parecés muy joven para ese tipo de diversión/ ¿Sabe tu mamá que saliste?”. En inglés, Does your mother know that you’re out se interpretó inmediatamemte como “sabe tu mamá que saliste del closet?” y era un código esencial, un guiño para bailar hasta morir. Lo mismo pasaba —y pasa hasta hoy—, porque es una canción mucho más popular, con “Gimme! Gimme! Gimme! (A Man After Midnight”, donde una mujer sola quiere un hombre para después de la medianoche y dice: “No hay nadie afuera, nadie que escuche mis plegarias/ Dame un hombre para después de la medianoche/ ¿Nadie va a ayudarme a alejar las sombras?/ Acompañame a través de esta oscuridad, hasta que se haga de día”. Cantada por un hombre, la canción (clásica música disco, además) evocaba las noches salvajes en busca de cuerpos para amar y gozar. Lo mismo pasa con “Dancing Queen”, elegida como la canción más gay de la historia por todas las listas que se precien: se trata de una chica que “busca a un rey” y “ese hombre puede ser cualquiera”.

Los autores aseguran que el doble sentido nunca se les había ocurrido. “Yo me pasaba noches garabateando letras, hasta que a la mañana se las llevaba a los demás para ver si las aprobaban. Generalmente lo hacían. Nuestro inglés no era muy bueno, y muchas cosas, pensadas en sueco y traducidas al inglés, resultaban raras. ‘Dancing Queen’ la escribí con el diccionario, y pensaba entonces que lo más ‘sugerente’ era la edad de la protagonista, una chica de 17 años”, contó en su momento Björn, que siempre se mostró algo azorado ante sus seguidores gays.

Escribe en la revista Pride Magazine el periodista sueco Calle Norlén: “De todos los iconos actuales, ABBA es el denominador común más bajo. Maria Callas es demasiado fina, nadie de menos de cuarenta sabe quién es Judy Garland, Bette Midler o Donna Summer. Hasta Barbra Streissand y Tom de Finlandia pueden provocar discusiones. Pero el hombre gay a quien no se le paren los pelos cuando escucha ‘Dancing Queen’ no existe. Si existe, es en realidad un hetero”. Norlén cree que el amor de los gays por ABBA tiene que ver con lo kitsch, y ABBA es ciertamente un objeto kitsch (¡hay que acordarse de esos trajes, de ese merchandising!). Pero hay algo más profundo y más desafiante en la apropiación. ABBA era lo más masivo, lo que escuchaban los niños, las familias suburbanas, la música elegida por las chicas en sus casamientos. Subvertir el significado aceptado y aceptable de ABBA y cargar al grupo de subtexto gay, convertir sus canciones en contraseñas y gritos de reconocimiento, es un acto de resistencia, de guerrilla, de visibilidad.

ABBA COMO SUBCULTURA
En los ’80, el pop de ABBA pasó a cuarteles de invierno, a lo mejor por saturación en los escuchas (¡demasiada azúcar!) y por un parate algo inesperado teniendo en cuenta el enorme éxito: los matrimonios se divorciaron, y la banda no siguió adelante ni grabó más material. En realidad, nunca más lo hicieron, y se niegan a una reunión; hasta rechazaron la oferta de un empresario que les daba mil millones de dólares por cien conciertos en todo el mundo.

Además, los ABBA recibieron el desprecio generalizado. Pasaron al reino de lo kitsch irrecuperable; parecían incapaces de participar de ninguna ola retro-chic (todavía no se hablaba de eso), y reconocer que a uno le gustaba ABBA era reconocer que tenía mal gusto. Y esto sucedía incluso en el mundo gay. Hasta que el dúo Erasure rompió con el silencio en 1987, cuando grabaron en The Two Ringed Circus versiones de ABBA y sobre todo de aquella canción que era un secreto a voces: “Gimme Gimme Gimme (A Man After Midnight)”. Escribe Wayne Struder, autor de Rock on The Wild Side, una de las principales enciclopedias de las imágenes gays en la música popular: “Recuerdo que cuando escuché la canción en 1979, cuando se lanzó, pensé: ‘qué bueno sería si un hombre gay grabara esta canción. Pero, qué pena, no sucederá nunca’. Lo que demuestra lo poco que sé sobre las fluctuaciones sociales. Erasure se la apropió y, por fin, la hizo nuestra”.

Poco después, ABBA resurgía en cine, de la mano de dos clásicos contemporáneos del cine australiano, Priscilla, la reina del desierto (1994, de Stephan Elliot) y El casamiento de Muriel (1995, de P. J. Hogan). Las películas eran las dos caras de ABBA: la de suburbio convencional, y la de mundo gay. ¿Por qué desde Australia? Sucede que allí fue donde ABBA se hizo grande, con su tercer disco: fue allí donde llegaron al número 1 por primera vez (con “Mamma Mia”), y donde el 20 de marzo de 1976 se presentaron por televisión en el programa “Bandstand” y los vio el 54 % de la población, un rating que se mantiene imbatible hasta hoy.
En Australia, justamente, se rodó 'ABBA: The Movie', un documental de Lasse Hällstrom (el realizador de A quién ama Gilbert Grape y Chocolate, en ese entonces director de todos los videos de la banda) en el que se ven escenas de histeria sólo comparables a las que producían Los Beatles. Dicen que Australia se rindió a Abba porque, estando tan lejos, nadie los visitaba, y los suecos lo hicieron. Como sea: desde allí se propagó la manía ABBA hacia el mundo.

Desde ahí, entonces, con Priscilla, empezó la segunda vuelta de ABBA. Fue en la película donde se reflejó el mundo de las drag queens de Sydney, que se pasan las noches vestidas de Agnetha y Anni-Frid. Fue allí donde la hermosa Felicia (Guy Pearce) decía “Tuve un sueño”, citando la canción “I Had a Dream” pero también al reverendo Martin Luther King, otra apropiación irreverente y un diálogo evidente entre minorías (¡y todo en una película indie!), y cuenta que su sueño es escalar una montaña del desierto australiano y mirar toda esa inmensidad desde allí, en drag. Cosa que hacen junto a Bernardette (Terence Stamp, el de Teorema, aquí cargado de una hermosa dignidad) y Mitzi (Hugo Weaving); es Mitzi el que, poco después, se hace cargo de su hijo púber, y la película termina con el niño bailando los acordes de “Mamma mia” en un club gay, mientras mira maravillado el extraordinario maquillaje de su papá.

La segunda vuelta se coronó con la edición de ABBA Gold en 1993. La leyenda dice que un ejecutivo del sello Polydor imaginó la posibilidad de éxito en un compilado porque él, siendo gay, veía el grado de euforia en las pistas de baile de Londres cuando sonaba la canción. Impulsó el lanzamiento, y lo logró: son los 19 más grandes éxitos del grupo, y apareció cuando los discos originales estaban descatalogados. (Al margen: ¿cuánto de homofobia habrá habido en el rechazo masivo hacia ABBA después de la disolución del grupo?) Gold vendió 26 millones de copias en todo el mundo, es nueve veces platino, y este mes, gracias a la película, llegó al número uno por quinta vez desde su edición original. La película y el revival de ABBA vinieron con espaldarazo gratis, además: Madonna les dio la bendición de papisa cuando sampleó “Gimme! Gimme! Gimme!” en “Hung Up”, uno de los éxitos de su disco 'Confessions on The Dance Floor'.

Pero ni todos los incentivos del mundo lograrán reunir a la banda. Así lo acaban de confirman Björn y Benny en la première de Mamma mia!, la película, el pasado julio de este año: “Nunca volveremos a aparecer en un escenario. No tenemos motivaciones. El dinero no es un factor y queremos que la gente nos recuerde como fuimos. Jóvenes, exuberantes, llenos de energía y ambición. Recuerdo que Robert Plant dijo que ahora Led Zeppelin era una banda de covers, que hacían covers de sus canciones clásicas. Creo que dio en el blanco. Y, sencillamente, ya no volveremos”.

Será cuestión de ir a cantar al cine, entonces.

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LA MALA BUENA

Mamma mia!, la película, viene con críticas diversas. Hay que decir, primero, que es una película de verano (en aquel hemisferio, queda claro): no está hecha para sentarse ni a reflexionar ni a padecer. Algunos críticos, sin embargo, sí que sufrieron: la siempre difícil de complacer Stephanie Zacharek, de Salon.com, escribió que parece una película “hecha por una máquina de karaoke, no por un ser humano”, y que la actuación de Meryl Streep es “un festival de horrores... Streep parece decidida a predicar que una mujer de más de 50 puede ser sexy, divertida, vivaz, traviesa, pero lo que hace es más publicidad que actuación”. Otra dura, Dana Stevens, de Slate, está en desacuerdo completo: “Meryl Streep ha dicho que su papel en la película va a mortificar a sus hijos adolescentes. Lo mismo le va a pasar al público joven, cuya idea de lo cool no incluye a una mujer de 59 años bailando la canción del título en overalls, sobre un techo. ¿Pero saben qué? Esa gente le puede besar el culo a Meryl y quedarse en casa con el ceño fruncido. Lo grandioso de Mamma mia! es lo desconectada que está del concepto de cool. El espíritu de la película queda en algún lugar entre High School Musical y Hedwig & The Angry Inch: es al mismo tiempo una película enteramente tonta y orgullosamente sexual. Propone un paraíso transgeneracional y pansexual que es tan profundamente queer que, cuando uno de los personajes sale del closet al final de la película, la revelación parece superflua. Hace 90 minutos que estamos cantando ABBA mientras bailamos en fila sobre un muelle, ¿y nos viene a decir que hay algo gay en todo esto? ¡Obvio que sí!”.

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